“Lo que hace que sea yo, y no
otro, es ese estar en las lindes de dos países, de dos o tres idiomas, de
varias tradiciones culturales. Es eso justamente lo que define mi identidad.
¿sería acaso más sincero si amputara de mí una parte de lo que soy?”. Es ésta
una de las primeras frases que aparecen en la obra Identidades asesinas de Amin Malouf. Han sido muchos los debates abiertos a raíz de los recientes
atentados terroristas de París. Los medios de comunicación se han inundado de
analistas que intentan explicar los porqués del complejo contexto político
internacional que estamos viviendo. Sin embargo, en busca de argumentos
esclarecedores, ha sido la revisita al breve tratado de Malouf lo que me ha permitido
encontrar un punto de partida desde el que empezar a comprender el asunto,
quizá la brillante casilla de salida de esta oca mental que diariamente todos jugamos en
nuestro interior. Ahora, como cuando lo leí por vez primera hace algunos años,
sigo sintiendo que estoy ante un texto especial. Quizá se trate de la misma
sensación inexplicable que se nos presenta fugazmente cuando terminamos de leer
un clásico, de esos por los que no pasa el tiempo, en los que desde la
literatura, empezamos a entender lo sencillo que resulta hablar de la complejidad
del mundo si se hace desde la sensatez y el respeto.
Lo cierto es que el título de la
obra es toda una declaración de intenciones. Podría ser incluso un eslogan de
los muchos que actualmente vemos en las pancartas de las manifestaciones de
cualquier movimiento popular, de hecho, pensándolo bien, podría ser el más
adecuado. No es cuestión de negar una identidad, una opinión, un hecho, una
reclamación personal; es cuestión de asumir nuestra diversidad, individual y
colectiva, y por el mismo camino, no hacer que las diversas identidades de los
demás constituyan un ataque a las nuestras. Porque como dice Malouf, a las
personas se les insta a que sean de un bando u otro, a que elijan su identidad
verdadera por encima de las demás. Si tenemos en cuenta que el mismo Malouf
asemeja la identidad a una pantera que hay que domesticar, entenderemos que el
hecho de ser obligados a elegir una identidad lleva implícito cierto componente
violento, irracional.
Aunque el autor divida el libro
en cuatro partes, el texto es tan redondo que podríamos escoger cualquier
página al azar y seleccionar una oración con la que se escribirían tratados
enteros. En líneas generales, Malouf trata de comprender por qué se han
cometido a lo largo de la historia tantos crímenes en nombre de la identidad
religiosa, étnica, nacional o de cualquier otra naturaleza. Caminando por la
estrecha senda de la coherencia, como él mismo dice, no intenta buscar
soluciones ni conseguir esa panacea que cure a la humanidad de todos los males
generados por la identidad. Su misión es únicamente la de pensar con los pies en
la tierra, bajarse de este barco a la deriva que nos arrastra a todos y
realizar una reflexión lúcida que inquiete al lector, que le anime a
desembarcar en el siguiente puerto.
En su condición de libanés
emigrado a Francia, Malouf posee las características adecuadas para hacernos
comprender cómo se forma una identidad personal a caballo entre dos civilizaciones
supuestamente opuestas. Aquí está una de las claves de la creación de la
identidad: la noción de alteridad, la construcción de identidades calcadas en
negativo a la del adversario. Todas las culturas poseen en mayor o menor medida
esta característica. Muchas veces la identidad del contrario puede ser
utilizada para atacar y muchas otras se puede alegar a ella para defenderse,
como comentaremos más adelante. La cuestión es que Malouf otorga una gran
importancia a la identidad comunitaria pero no la sitúa por encima de la
identidad individual. Viene a decir que cada individuo posee una identidad
propia e inimitable que guarda semejanzas con los miembros de su tribu a la vez que dicha identidad personal puede encontrarse muy alejada de ellos. La
generalización de una identidad de todos los miembros de una comunidad en forma
de mensaje unidireccional es una lacra que impide ver con una mirada limpia la
complejidad de la composición de las sociedades en las cuales encontramos
tantas identidades como individuos.
Ahora bien, de entre todas las
identidades personales, cada persona elegirá una por encima de las demás, sobre
todo cuando se sienta amenazado por otras identidades opuestas a él. Tal es el
caso de la propia religión. El imaginario mundial, construido desde occidente con
el apoyo de la religión cristiana (y ésta apoyada en él), considera oriente, y
en concreto al Islam, como el mayor de los enemigos, igualando a todos los
Estados que lo componen, a todos los gobiernos que los gobiernan y a todos los
individuos que los habitan. La imagen del Islam desde occidente es la de una
tierra anclada en el pasado que históricamente siempre ha significado la
tiranía y la barbarie, inundada de extremismo religioso y de un rechazo a los
valores democráticos que, por supuesto, son pertenencia exclusiva de los
propios occidentales. Es decir, utiliza la identidad para atacar al supuesto
enemigo. Por su parte, el Islam la utiliza para defenderse generando un clima
de desconfianza y tensión que Malouf sintetiza en lo que denomina La teoría
del rencor.
Como todo el libro de Malouf,
ésta teoría resulta válida para la mayoría de los conflictos identitarios
surgidos en cualquier lugar del mundo y en cualquier marco temporal. Se trata
de una cuestión de retroalimentación. La humillación constante a la que ciertas
comunidades se ven sometidas sólo hace que aumente el nivel de indignación de
éstas, que las afrentas soportadas durante años o, en algunos casos, siglos,
produzcan el caldo de cultivo de la revancha cuyo nivel de atrocidad irá en
relación directa con la rabia acumulada durante tanto tiempo. En todo momento y
en todo lugar hay una civilización que se siente herida, que justificará todos
sus actos en las vejaciones sufridas y que, ante todo, sabrá quién es el autor
de las mismas, sabrá que hay alguien que merece un castigo, habrá encontrado un
enemigo común al que hacer frente.
Existen muchas formas de combatir
a ese enemigo. En ese sentido, el autor presta mucha atención a la negación de
la modernidad que viene del otro. La cuestión también nos lleva inevitablemente
a pensar en oriente y occidente. Toda la tecnología desde hace más de
quinientos años ha sido fabricada por occidente a imagen y semejanza de
occidente. Es algo que Malouf, lejos de condenar, alaba, pues considera que es
totalmente legítimo que una cultura sea valiente y tome las riendas del
progreso de la humanidad.
La cultura occidental es la
abanderada del progreso, acercándolo o alejándolo de las distintas comunidades
conforme a sus propios beneficios. En el caso de los musulmanes, el rechazo a
la tecnología, sobre el papel, viene desde dentro. Aunque pueda decirse lo
contrario, la cultura islámica intentó durante el siglo XIX y principios del XX
imitar a occidente intentando igualarse a él. Pero cuando más necesitaba su
ayuda, las potencias occidentales volvieron la cara a oriente, marginándolo una
vez más. Desde entonces, oriente ha identificado al enemigo y se define en
negativo a él alterando incluso el pasado de sus pueblos para llevar el enfrentamiento
a los albores de los tiempos. Según Malouf, si quiere prosperar, un pueblo no
puede venerar más su historia que su futuro. De igual manera, si no quiere ser
marginado, debe evitar por todos los medios creerse el papel de víctima, lo que
a la larga supondrá una vejación mayor que el propio ataque del enemigo.
Si bien Malouf no quiere
aventurarse a pronosticar un remedio para la enfermedad, si que tiene
esperanzas de poder controlarla o, como él diría, de poder domesticar a la
pantera. Desde el punto de vista de la teoría política, entiende que los
valores defendidos por la democracia son universales y deben ser los cimientos
sobre los que sostener cualquier sociedad. Sin embargo cree que existe un
problema en su aplicación. Muchas veces esa democracia se comporta de forma
cruel adquiriendo tintes de la más deshonrosa de las tiranías cuando la más o
menos amplia mayoría impone su ley sobre la minoría. Desde el lado del
individuo, el libro intenta por todos los medios despertar la mente del lector
para que salga de su letargo y mire el mundo en vista panorámica, comprendiendo
las demás culturas y asumiendo sus posibles dos identidades. No obstante, más
allá de este primer propósito que explica el qué, lo importante es centrarnos en el cómo. Y ese proceder pasa por intentar crear un identidad global fundada sobre el respeto que se sitúe en un nivel más elevado y supere a las demás identidades tribales
haciendo que en un futuro, como concluye un esperanzado Malouf, los pobladores de esta tierra
se sorprendan de que en algún momento tuvieran que escribirse libros como éste.
Desde mi punto de vista, aún a
sabiendas de que todo resulta muy complejo,
creo que la clave reside en saber que en realidad existe un abismo infinito
entre lo que somos y lo que creemos que somos. O de otra manera, hay un inmenso
trecho entre nuestra naturaleza y la visión que nosotros tenemos de ella, es
decir, nuestra identidad. Nadie puede vivir sin identidad. Quien más o quien menos necesita identificarse con cualquier elemento que le sea familiar, que le muestre una
parte de su personalidad en el día a día. Solamente será necesario ser
conscientes de que esa identidad es una invención propia del ser humano para no
llevar a cabo conductas irresponsables en su nombre. Una elección que determina nuestra bendición y
nuestro castigo. Como diría la canción, el precio que nuestro personaje nos
obliga a pagar.
Identidades asesinas, AMIN MALOUF. Ed. Alianza. Madrid. 2005